28/04/2024

Muñequita


 

Algunos decían que era un impostor, que me valía de fingir una desgracia para vivir sin trabajar. Un vago, un aprovechador. Nadie sabía como había aparecido ahí, sentado en esa vereda. Con el tiempo pasé a ser parte del paisaje de esa zona con comercios caros y bares elegantes. Para algunos mi presencia era incómoda y para la mayoría era absolutamente invisible. 

Esa tarde el calor era sofocante y el servicio meteorológico había anunciado la tormenta. El viento empezó a soplar fuerte y formaba remolinos altos con la basura, los papeles y la tierra. Todos los desprevenidos que estaban en la calle corrían a refugiarse con la cabeza agachada y los ojos entrecerrados para protegerse. El cielo, que se había oscurecido con nubarrones negros, se desarmaba en truenos, relámpagos y una lluvia torrencial.

Las alcantarillas no llegaban a drenar la inmensa cantidad de agua y la calle se fue inundando en minutos. Yo seguía sentado en la calle peatonal, mientras el cartelito gastado con el que pedía “una ayuda” se deshacía. La lata con la que esperaba un gesto altivo disfrazado de generosidad, ahora parecía una de aquellas fuentes en las que la gente arroja monedas a cambio de la esperanza de un deseo cumplido. Dios lo bendiga, digo agradecido cada vez que alguien se acerca a dejarme una limosna.

Estás empapado, te vas a enfermar, decía mamá. Nací en un pueblo a la orilla de un río tranquilo. Mis primeros años de vida se desplegaban entre el recuerdo siempre presente de un padre al que casi no había conocido, la tristeza de mi madre viuda y el refugio salvador de la calle, donde me sentía libre.

Después de un tiempo, mamá había vuelto a casarse. Nos mudamos a una casa grande con un jardín lleno de flores y árboles. Tenés que quererlo, es un hombre bueno, decía mamá. Me gustaba verla sonriendo y éramos una familia. La nena nació dos años después. Era tan hermosa Gracielita.

Parece una muñequita, decían todos. Pasaba horas admirándola y mirando a mamá cuando la vestía, la alimentaba y la cuidaba mientras ella crecía sin descanso.

Cuidá a la nena, dijo mamá cuando se fueron a ayudar al vecino a sacar las ramas del árbol que se había caído por la tormenta. Me gustaban tanto las tormentas. Me detenía a sentir como el aire se iba poniendo denso y caliente, mientras el cielo parecía bajar hasta casi aplastarnos esperando que el viento nos sacara de esa asfixia. Lo mejor era cuando los relámpagos hachaban las nubes negras para que corra el agua imparable de la lluvia. La tormenta ese día había sido tan fuerte, que cayeron varios árboles y se cortaron algunos cables de luz. 

Me hubiera gustado ir con ellos, pero la nena no podía quedarse sola. Subí hasta su cuarto. Estaba aburrido, me sentía encerrado en esa soledad incompleta. Quería, al menos, ver por la ventana como sacaban las ramas todavía llenas de flores del jacarandá. Gracielita estaba en su cuna de madera pintada de blanco, con sábanas blancas y una frazada con cintas suaves en los bordes. Era rubia y siempre tenía vestidos bordados, casi tan lindos como ella. Parecía el dibujo de un libro de cuentos.

Cuidado con las escaleras, decía mamá. Vivía preocupada porque la nena había aprendido a caminar y pusieron una puerta de madera baja y bien firme. Gracielita se había despertado y yo no quería quedarme en la casa. Era tan chiquita y liviana que pude levantarla sin esfuerzo. Bajamos despacio, me tenía que encorvar un poco para llevarla de la mano.

Cuidado que te podés caer, le dije. Ella hablaba con sonidos que yo no entendía, algunos parecidos a los de un pájaro, y se reía con unos gritos cortos y estridentes. Llegamos hasta la puerta y salimos.

Pensaba si a la nena le gustaría tanto estar en la calle como a mi, si se sentía agobiada y atrapada por todos los cuidados y el miedo de mamá, si ella también sentiría la libertad de no querer obedecer a nadie.

No tengas miedo que yo te cuido, le dije mientras salíamos calle abajo hasta el río. Gracielita caminaba despacio, se cansaba, tropezaba y empezaba a llorar . No llores, que ya llegamos, le dije. El río corría tan rápido como un tren. Un tren de agua que no se terminaba nunca. La otra orilla estaba cerca, pero era difícil cruzarlo. Lo había intentado muchas veces y no había llegado ni a la mitad.

¿Tenés sed?, le dije y me agaché a juntar agua con las manos. Gracielita se sentó y se ensució las piernas y el vestido en la orilla pegajosa. Apretaba el barro con las manos y las levantaba fuerte, salpicándose la ropa y el pelo. Gritaba y se reía con una felicidad luminosa.

Sos un salvaje, todo el día en la calle, qué mal ejemplo, decía mamá. A ella le gustaba que la nena esté siempre impecable. Le cambiaba la ropa varias veces al día y le ponía cintas prolijas en los rulitos dorados. Si volvíamos así, nunca mas me iba a dejar jugar ni estar cerca de Gracielita.

Vamos a bañarnos, le dije y la llevé de la mano hasta la parte baja del río. Mirá que linda el agua, le dije y entramos un poco mas. Había llovido mucho y el río estaba crecido. La orilla de enfrente ahora quedaba mas lejos. Le agarré la mano con toda mi fuerza. Gracielita temblaba de frío, pero se reía y movía las piernas en el agua. Vamos a limpiar todo el barro, le dije. 

El agua nos arrastró de golpe. Tuve tanto miedo, mucho mas que el terror que sentía por los castigos de mamá. No te sueltes, Gracielita, que yo te cuido, le dije tratando de llegar a la orilla. Estuvimos un rato así, revolcándonos en la corriente, hasta que quedamos enganchados en unas ramas y salimos del agua.

El vestido de la nena se había roto un poco. Tenía la piel blanca, brillante y helada, como las muñecas de porcelana que guardaba mamá. Estás cansada, vamos Gracielita, le dije. Ella me miraba con ojos quietos y callados.

Nos encontraron mientras volvíamos a casa. El marido de mamá se volvió loco. ¿Qué hiciste? Te voy a matar hijo de puta, me decía atragantándose con las palabras que se le anudaban en la garganta. Los ojos de mamá parecían vacíos y casi no podía respirar.

Parece un angelito, decían todos abrazando a mamá, que lloraba con los ojos perdidos en los ojos cerrados de la nena. Sos un monstruo. ¿Cómo pudiste?, decía mamá con la voz ahogada.

A los pocos días me llevaron a un internado. Estuve ahí hasta que pude escaparme. No sé si me buscaron o si para ellos fue un alivio no saber nada de mi. Nunca tuve el coraje de volver a casa.

La tormenta había pasado. La gente volvió a salir y pasaba casi sin verme. Yo acariciaba despacio el río quieto que se había formado contra el cordón de la vereda. Estuve en la calle el tiempo suficiente para dejar de ser ése que todavía nombran horrorizados en el pueblo. La calle es el mejor lugar para convertirse en nadie. La intemperie nos iguala y borra los rastros de lo que fuimos. No hay nombres, ni historias, ni pasado. 

Siempre me acuerdo de Gracielita y a veces la extraño tanto. Por eso elegí ser “el ciego”, uno mas entre todos los ciegos, los mendigos y los desgraciados del mundo.




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